Para mitigar el dolor, comenzó a buscar algo diferente y, poco a poco, encontró en las terapias alternativas una fuente de conocimiento que le permitía nutrir su espíritu. No pasó mucho tiempo hasta que decidió que quería formarse en masaje tailandés, que consiste en una serie de estiramientos profundos que se realizan generalmente en el suelo. "No sé por qué pero sentí que debía hacerlo y ahí descubrí una gran pasión, una terapia simple y a la vez profunda. Viajé una vez al mes durante un año y medio. En medio de esos viajes seguí estudiando ingeniería pero sentía la necesidad de hacer un camino. Dejé la carrera contra toda opinión, con un entorno que pensaba que estaba haciendo una locura", asegura.
Romina estaba convencida y segura de lo que sentía y comenzó a trabajar en lo que la apasionaba: a través del masaje tailandés podía llevar bienestar a quienes atendía. "Eso me llenaba mucho el alma. Siempre tuve presentes los consejos de mi papá, un hombre humilde que hoy tiene 73 años y desde los 8 trabajó con los fierros. Con mucho esfuerzo logró tener su propio taller mecánico donde trabajó hasta hace un año. Siempre me remarcó que uno en la vida podía hacer lo que quisiera, lo que le gustara pero siempre había que intentar ser el mejor".
Siguiendo ese consejo, comenzó a soñar con un viaje de estudios a Tailandia. Y, como sucede lo que está destinado a ser, se concretó, antes de lo planeado. Con la ayuda de su hermana, su padre y muchos meses de trabajo, a fines de marzo del 2016 emprendió la travesía. Se fue sola, sin saber hablar inglés -menos aún tailandés- pero con la confianza de que todo iba a estar bien.
Coraje y destino
"Hoy todavía me emociona recordar ese momento. Fueron 33 horas de viaje. En cada escala y cada aterrizaje, se me caían las lágrimas de pensar lo lejos que estaba llegando, lo feliz que estaba siendo y que hacía algunos años nunca lo hubiese imaginado. Sólo miraba el techo y sentía la pena de que mi madre se había ido demasiado pronto".
Cuando finalmente llegó a su destino, Romina pudo tomar conciencia de su coraje, entendía que estaba cambiando su vida. Finalmente estaba en Chinag Mai, al norte de Tailandia, donde se encontraba la escuela que había elegido para estudiar. "Me di cuenta que no hay sueños imposibles, aunque parezca trillada esa frase. Creo fervientemente en que todo se puede, que nada es tan sencillo, pero nunca hay que perder la confianza de que se puede lograr, antes o un poco después pero se puede", dice con convicción.
Pasó cerca de dos meses en ese país y recuerda ese tiempo como una experiencia de enriquecimiento en lo profesional y personal. Finalizó un posgrado terapéutico en Masaje Tailandés y comenzó a conectarse con las cosas simples de la vida. "Tailandia es bien llamado el país de las sonrisas y, a pesar de que sólo podía comunicarme con señas o traductores del celular, la gente te hacía notar su respeto, su amor, ese amor que tienen las almas serenas".
Durante ese viaje Romina también aprendió que para ella, como para muchos otros, viajar es un descubrimiento personal que permite salir de la seguridad, del confort y conectarse con lo que cada uno necesita para crecer. "Adéntrandote en otras culturas, en lo corriente, realmente la mente se expande. Entendí que en Tailandia -a diferencia de lo que sucede en nuestro país donde tiene una connotación sexual o está asociado al lujo-, el masaje es su medicina, tocan el cuerpo de una persona con el mayor de los respetos, como ellos dicen con dos manos y un corazón. Eso lo hace sagrado", explica. Desde junio de 2016, Romina está en San Juan dando sesiones de masajes y cursos. Asegura que vive tranquila nuevamente, sabiendo que tiene la bendición de poder hacer de su misión su pasión y su medio de vida. "Siempre trabajando por ese desafío de cada día ser un poco más feliz. El secreto, para mí, está en saber lo que hay que hacer, levantarse y hacerlo".
Fuente original: La Nación